viernes, 30 de junio de 2017

Mateo 8,1-4: "Señor"

Mateo 8,1-4

En aquel tiempo, al bajar Jesús del monte, lo siguió mucha gente. En esto, se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: "Señor, si quieres, puedes limpiarme." Extendió la mano y lo tocó, diciendo: "Quiero, queda limpio." Y en seguida quedó limpio de la lepra. Jesús le dijo: "No se lo digas a nadie, pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que mandó Moisés."

— Comentario por Reflexiones Católicas
"Señor"

Hasta este momento, sobre todo en el primer gran discurso o sermón de la montaña, nos ha presentado Mateo al Mesías de la palabra; ahora comienza un segundo cuadro (cap 8—9), que nos presenta al Mesías de los hechos, el médico-taumaturgo que actúa ante la necesidad humana.

Y al comenzar a presentar este cuadro conviene puntualizar la finalidad concreta que persiguen estas narraciones de milagros. Ordinariamente han sido presentados como pruebas del poder de Jesús y, en última instancia, de su divinidad. Los evangelistas piensan de manera muy distinta.

Nunca nos presentan estas narraciones de milagros como pruebas, sino como predicación, como anuncio del evangelio. Están siempre e estrecha relación con su palabra y tienen la misma finalidad: descubrir el sentido y contenido de su actividad.

En todas las religiones se hallan relatos milagrosos. Para enfocar la historicidad de los milagros evangélicos un punto de vital importancia es la verosimilitud interna de los acontecimientos narrados. La sobriedad de las narraciones y la finalidad de las mismas —que nunca pretenden glorificar las hazañas extraordinarias de un héroe, que en este caso se llamaría Jesús de Nazaret— junto a la verosimilitud interna de lo narrado y la relación estrecha con la palabra-enseñanza de Jesús son puntos esenciales a tener en cuenta en el terreno de la historicidad. Son rasgos que los distinguen radicalmente de los relatos milagrosos que encontramos tanto en el mundo judío como en el helenista.

Mateo nos ha presentado quién es Jesús a través de su palabra (cap. 5—7); ahora nos ofrece la imagen desde sus hechos. La palabra de Jesús se completa y fortalece en sus hechos y los hechos garantizan el valor de su palabra. Palabras y hechos que mutuamente se explican e implican.

El leproso se dirige a Jesús llamándolo «Señor» y arrodillándose ante él. Es una confesión de fe. No perdamos de vista que la escena ha sido puesta por escrito después de la resurrección y desde la luz que el hecho pascual proyectó sobre todo lo ocurrido en la vida de Jesús. Jesús es el Señor. Fue la primera fórmula de fe cristiana. Ante la presencia del Señor la actitud correcta del hombre es la de la adoración. Es como el primer rasgo o primera enseñanza que nos transmite este relato.

Ante la petición del leproso, «si quieres», responde Jesús «quiero». De nuevo estamos ante la dimensión teológica del relato. El «yo» enfático de Cristo, con autoridad en sí mismo, sin necesidad de apoyarse ni siquiera en la Escritura —como hacían los doctores judíos de su tiempo— habla de su dignidad. Este «yo» enfático puede compararse con el «pero yo os digo...» de las antítesis del cap. 5 (ver el comentario a 5, 17-37).

Jesús no puede ser entendido a no ser en el conjunto de la revelación, teniendo en cuenta la preparación que suponen la ley y los profetas. Sólo desde este contexto general aparece como la plenitud de la revelación. Sólo así se comprenderá su actitud frente a la ley, que no vino a abolir sino a completar (ver el comentario a 5, 17-37).

Su actitud frente a la ley se pone de relieve: «Muéstrate al sacerdote..., y ofrece el don que mandó Moisés». Quien actúa de esta forma está cumpliendo la ley. Frente a sus acusadores, escribas y sacerdotes —que le negaban la fe porque «no cumplía la ley»— esta escena era un testimonio claro de lo calumnioso de su acusación.

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