viernes, 5 de enero de 2018

50 años de la Jornada Mundial de la Paz (1968-2018)



Una de las iniciativas más nobles del papa Pablo VI fue la celebración del Día de la Paz, dos años después de la clausura del Concilio Vaticano II y del Novus Ordo de la reforma litúrgica que movió la Solemnidad de la Madre de Dios del 11 de octubre (decretado por Pío XI en 1931 para conmemorar la proclamación del dogma de la maternidad divina de María durante el Concilio de Éfeso en el 431 dC.) al 1 de enero.

Pablo VI reconoció en este misterio la oportunidad para hablar de la paz. Lejos de una celebración distinta a la del 1 de enero, el Papa quiso echar mano de esta solemnidad para "su luz de bondad, de sabiduría y de esperanza sobre la imploración, la meditación, la promoción del grande y deseado don de la paz de que el mundo tiene tanta necesidad". (Primer mensaje de la Jornada Mundial por la Paz, 1 de enero de 1968).

Ese lejano 1968 se inauguraba con la convulsión de la guerra en Indochina y las tensiones raciales; la época de cambios despuntaba hacia los movimientos sociales en muchas partes del mundo, de organizaciones estudiantiles que, como en México, fueron duramente reprimidas hasta el derramamiento violento de sangre.

Pablo VI echaba mano del santo de la paz, Juan XXIII. La Jornada tenía inspiración en la gran Encíclica Pacem in Terris. Quería promover una verdadera educación por la paz sin asentir en los espejismos de insidias pacifistas "que adormecen al adversario o debilita en los espíritus el sentido de la justicia, del deber y del sacrificio, es preciso suscitar en los hombres de nuestro tiempo y de las generaciones futuras el sentido y el amor de la Paz fundada sobre la verdad, sobre la justicia, sobre la libertad, sobre el amor".

El ideal de Pablo VI era hacer del 1 de enero anual una Jornada solemne con iniciativas e "ideas originales y poderosas" para su desarrollo. En el primer mensaje de 1968 se puede llegar a percibir esa vibrante fe que iba de la mano con la de las notables transformaciones del Concilio Vaticano II y con la esperanza de una Iglesia, madre y maestra, en diálogo con el mundo.

En uno de los párrafos más notables se lee: "Podemos tener un arma singular para la Paz, la oración, con sus maravillosas energías de tonificación moral y de impetración de trascendentes factores divinos de innovaciones espirituales y políticas; y con la posibilidad que ella ofrece a cada uno para examinarse individualmente y sinceramente acerca de las raíces del rencor y de la violencia que pudieran encontrarse en el corazón de cada uno".

A cincuenta años, desde el gran Paulo VI hasta Francisco, la dinámica de este 1 de enero es la misma, siempre con renovada esperanza. Porque como en aquel mundo convulso de 1968, la tarea no es permanecer en silencio sino para que en cada cristiano se note a un agente "operador de la paz" que no se queda en reduccionismos.

Retumba en gobernantes y responsables de los pueblos, en líderes y quienes llevan la grave responsabilidad del destino de las naciones. Operadores de la paz como la que ofreció Cristo a sus discípulos para anunciar y denunciar. "No puede estar basada sobre una falsa retórica de palabras, bien recibidas porque responden a las profundas y genuinas aspiraciones de los hombres, pero que pueden también servir y han servido a veces, por desgracia, para esconder el vacío del verdadero espíritu y de reales intenciones de paz, si no directamente para cubrir sentimientos y acciones de prepotencia o intereses de parte".

Urge la paz en muchas partes y de diversas formas. El papa Francisco recuerda cómo Paulo VI quiso hacer de esta solemnidad un cauce para el desarrollo humano. Para el mundo fragmentado, recuerda Francisco, la violencia no es la vía; por el contrario, los nuevos retos exigen de los cristianos esa "resistencia pacífica" para vencer el mal que parece implacable en muchas zonas del mundo.

La "no violencia activa (como) un elemento necesario y coherente del continuo esfuerzo de la Iglesia para limitar el uso de la fuerza por medio de las normas morales, a través de su participación en las instituciones internacionales y gracias también a la aportación competente de tantos cristianos en la elaboración de normativas a todos los niveles.

Jesús mismo nos ofrece un «manual» de esta estrategia de construcción de la paz en el así llamado Discurso de la montaña. Las ocho bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-10) trazan el perfil de la persona que podemos definir bienaventurada, buena y auténtica. Bienaventurados los mansos -dice Jesús-, los misericordiosos, los que trabajan por la paz, y los puros de corazón, los que tienen hambre y sed de la justicia".

Las palabras finales del mensaje de la I Jornada Mundial pueden ser igual de actuales para este año que empieza:

"Tratemos, por tanto, de inaugurar el año de gracia 1968 (año de la fe que se convierte en esperanza) orando por la Paz; todos, posiblemente juntos en nuestras Iglesias y en nuestras casas; es lo que por ahora os pedimos; que no falte la voz de nadie en el gran coro de la Iglesia y del mundo que invoca de Cristo, inmolado por nosotros, dona nobis pacem".

Autor: Guillermo Gazanini

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